julio 23, 2006

Es una costumbre pararme en las noches a las cuatro de la mañana a fumar y escribir, pero después de fumar no pude seguir con la rutina acostumbrada. Tenía a una mujer durmiendo en mi cama. No, no hubo sexo, como podríamos esperar de cualquier cuento de una mujer acostada en mi cama con mi ropa. Si, hubo otras veces, pero esta vez fue una de esas noches en la que uno habla y habla de cosas que verdaderamente importan.
Me volví a acostar y me puse a observarla con detenimiento. Era el lunar de su cuello, su cabello negro largísimo como nunca había detallado. A partir de allí, su silueta, su cadera pronunciada de siempre, su espalda perfecta, sus piernas cruzadas, sus medias… si, dormía con medias, un detalle que no se puede poner en una novela porque es demasiado preciso para que la gente se de cuenta de esas mañas.
Me levante y prendí otro cigarro y me senté en la butaca del cuarto para observarla con más detenimiento, y comprendí que después de tantos años siempre escribí sobre ella y no me había dado cuenta. Cualquier mujer tenía algo de ella, y no es que diga que todas las mujeres se parecen, sólo es que ella era una parte de cada una de las mujeres de las que escribía. Siempre tienen su carácter de luchadora, casi peleona; siempre tienen su sonrisa, casi escondida; siempre tienen su verbo, sus expresiones, su condición de mujer que solo la definen a ella.
Es que uno nunca piensa en los personajes que uno construye. Siempre se parecen a alguien que uno conoce, a veces se parece a mucha gente, otras no son nadie preciso, sino que se arman con frases de aquí y allá, dependiendo del momento, pero ella… ella es una especie de rompecabeza, que sin que ella lo sepa, estoy acostumbrado a armar y desarmar a gusto y sin conciencia.
Hoy, esta noche, ella es la protagonista de mis historias. Ella, sin quererlo, es la versión moderna de una canción de los Ángeles Negros, un libro de poemas que siempre escribí pensando en ella. Ella es aquella sensación que sentí cuando termine de leerme Piedra de Mar. Ella es hoy una mujer vestida con mi ropa, en mi cama, durmiendo como un tronco, porque hay que ver que nada la despierta. Ella es la que siempre está, de alguna manera, presente en todos mis cuentos, novelas, guiones, en mis canciones, en mi guitarra, en mis palabras de la mañana cuando despierto.
Creo que me he equivocado un poco en los casting y la producción se la pasa aceptando como mulas las cosas como vengan, pero siempre adoran a la palabra hecha mujer, a esta mujer que es todas mis mujeres de escritor, y que hoy tengo en mi cama, más admirada que nunca, durmiendo como de costumbre.
A veces quisiera decirle que la amo, pero para ella esas palabras suenan muy grandes y para mi son muy cortas, aunque ambos sabemos el peso semántico que tienen en nuestros contextos, y le tenemos miedo a esas cosas ciertas porque sabemos que las palabras hacen cosas, cosas que aún no sabemos como mencionarlas y qué tan comprometidos estamos con esas palabras.
Al final, lo único que sé es que ella no es la protagonista de mi novela porque nunca se me había ocurrido. Cada vez que aparece en escena, es la mejor escena del capítulo de mi vida. Esta vez le toco dormir en la escena con mi ropa prestada, con mediecitas, con el cabello largo y negro, impregnando de su perfume mis almohadas y dándole forma a mis sábanas con su cadera.
Prendí la computadora y comencé a escribir lo que podría ser una novela de una mujer que, aunque no lleve su nombre, ella sabrá -quizás nadie más lo sepa- que la protagonista es ella.

4 comentarios:

Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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Anónimo dijo...
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