Comencé a leer novelas a los 10 años y ahora tengo 73. En todo ese tiempo debo haber leído centenares, acaso millares de novelas, releído un buen número de ellas y algunas, además, las he estudiado y enseñado. Sin jactancia puedo decir que toda esta experiencia me ha hecho capaz de saber cuándo una novela es buena, mala o pésima y, también, que ella ha envenenado a menudo mi placer de lector al hacerme descubrir a poco de comenzar una novela sus costuras, incoherencias, fallas en los puntos de vista, la invención del narrador y del tiempo, todo aquello que el lector inocente (el "lector-hembra" lo llamaba Cortázar para escándalo de las feministas) no percibe, lo que le permite disfrutar más y mejor que el lector-crítico de la ilusión narrativa.
¿A qué viene este preámbulo? A que acabo de
pasar unas semanas, con todas mis defensas críticas de lector arrasadas por la
fuerza ciclónica de una historia, leyendo los tres voluminosos tomos de Millennium,unas
2.100 páginas, la trilogía de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación
febril con que de niño y adolescente leí la serie de Dumas sobre los
mosqueteros o las novelas de Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada
vuelta de página "¿Y ahora qué, qué va a pasar?" y demorando la lectura
por la angustia premonitoria de saber que aquella historia se iba a terminar
pronto sumiéndome en la orfandad. ¿Qué mejor prueba que la novela es el género
impuro por excelencia, el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a
tener la poesía? Por eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta,
y, al mismo tiempo, excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el
mundo entero les haya ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo
mismo que a mí y sólo deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco,
Stieg Larsson, se muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que
había realizado.
Repito, sin ninguna vergüenza: fantástica.
La novela no está bien escrita (o acaso en la traducción el abuso de jerga
madrileña en boca de los personajes suecos suena algo falsa) y su estructura es
con frecuencia defectuosa, pero no importa nada, porque el vigor persuasivo de
su argumento es tan poderoso y sus personajes tan nítidos, inesperados y
hechiceros que el lector pasa por alto las deficiencias técnicas, engolosinado,
dichoso, asustado y excitado con los percances, las intrigas, las audacias, las
maldades y grandezas que a cada paso dan cuenta de una vida intensa,
chisporroteante de aventuras y sorpresas, en la que, pese a la presencia
sobrecogedora y ubicua del mal, el bien terminará siempre por triunfar.¿A qué
viene este preámbulo? A que acabo de pasar unas semanas, con todas mis defensas
críticas de lector arrasadas por la fuerza ciclónica de una historia, leyendo
los tres voluminosos tomos de Millennium,unas 2.100 páginas, la trilogía
de Stieg Larsson, con la felicidad y la excitación febril con que de niño y
adolescente leí la serie de Dumas sobre los mosqueteros o las novelas de
Dickens y de Victor Hugo, preguntándome a cada vuelta de página "¿Y ahora
qué, qué va a pasar?" y demorando la lectura por la angustia premonitoria
de saber que aquella historia se iba a terminar pronto sumiéndome en la
orfandad. ¿Qué mejor prueba que la novela es el género impuro por excelencia,
el que nunca alcanzará la perfección que puede llegar a tener la poesía? Por
eso es posible que una novela sea formalmente imperfecta, y, al mismo tiempo,
excepcional. Comprendo que a millones de lectores en el mundo entero les haya
ocurrido, les esté ocurriendo y les vaya a ocurrir lo mismo que a mí y sólo
deploro que su autor, ese infortunado escribidor sueco, Stieg Larsson, se
muriera antes de saber la fantástica hazaña narrativa que había realizado.
La novelista de historias policiales Donna
Leon calumnió a Millenniumafirmando que en ella sólo hay maldad e
injusticia. ¡Vaya disparate! Por el contrario, la trilogía se encuadra de
manera rectilínea en la más antigua tradición literaria occidental, la del
justiciero, la del Amadís, el Tirante y el Quijote, es decir, la de aquellos
personajes civiles que, en vista del fracaso de las instituciones para frenar
los abusos y crueldades de la sociedad, se echan sobre los hombros la
responsabilidad de deshacer los entuertos y castigar a los malvados. Eso son,
exactamente, los dos héroes protagonistas, Lisbeth Salander y Mikael Blomkvist:
dos justicieros. La novedad, y el gran éxito de Stieg Larsson, es haber
invertido los términos acostumbrados y haber hecho del personaje femenino el
ser más activo, valeroso, audaz e inteligente de la historia y de Mikael, el
periodista fornicario, un magnífico segundón, algo pasivo pero simpático, de
buena entraña y un sentido de la decencia infalible y poco menos que biológico.
¡Qué sería de la pobre Suecia sin Lisbeth
Salander, esa hacker querida y entrañable! El país al que nos
habíamos acostumbrado a situar, entre todos los que pueblan el planeta, como el
que ha llegado a estar más cerca del ideal democrático de progreso, justicia e
igualdad de oportunidades, aparece en Los hombres que no amaban a las
mujeres, La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina y La
reina en el palacio de las corrientes de aire, como una sucursal del
infierno, donde los jueces prevarican, los psiquiatras torturan, los policías y
espías delinquen, los políticos mienten, los empresarios estafan, y tanto las
instituciones y el establishment en general parecen presa de una
pandemia de corrupción de proporciones priístas o fujimoristas. Menos mal que
está allí esa muchacha pequeñita y esquelética, horadada de colguijos, tatuada
con dragones, de pelos puercoespín, cuya arma letal no es una espada ni un
revólver sino un ordenador con el que puede convertirse en Dios -bueno, en
Diosa-, ser omnisciente, ubicua, violentar todas las intimidades para llegar a
la verdad, y enfrentarse, con esa desdeñosa indiferencia de su carita indócil
con la que oculta al mundo la infinita ternura, limpieza moral y voluntad
justiciera que la habita, a los asesinos, pervertidos, traficantes y canallas
que pululan a su alrededor.
La novela abunda en personajes femeninos
notables, porque en este mundo, en el que todavía se cometen tantos abusos
contra la mujer, hay ya muchas hembras que, como Lisbeth, han conquistado la
igualdad y aun la superioridad, invirtiendo en ello un coraje desmedido y un
instinto reformador que no suele ser tan extendido entre los machos, más bien
propensos a la complacencia y el delito. Entre ellas, es difícil no tener
sueños eróticos con Monica Figuerola, la policía atleta y giganta para la que
hacer el amor es también un deporte, tal vez más divertido que losaerobics pero
no tanto como el jogging. Y qué decir de la directora de la
revista Millennium, Erika Berger, siempre elegante, diestra, justa y
sensata en todo lo que hace, los reportajes que encarga, los periodistas que
promueve, los poderosos a los que se enfrenta, y los polvos que se empuja con
su esposo y su amante, equitativamente. O de Susanne Linder, policía y
pugilista, que dejó la profesión para combatir el crimen de manera más
contundente y heterodoxa desde una empresa privada, la que dirige otro de los
memorables actores de la historia, Dragan Armanskij, el dueño de Milton
Security.
La novela se mueve por muy distintos
ambientes, millonarios, rufianes, jueces, policías, industriales, banqueros, abogados,
pero el que está retratado mejor y, sin duda, con conocimiento más directo por
el propio autor -que fue reportero profesional- es el del periodismo. La
revistaMillennium es mensual y de tiraje limitado. Su redacción, estrecha
y para el número de personas que trabajan en ella sobran los dedos de una mano.
Pero al lector le hace bien, le levanta el ánimo entrar a ese espacio cálido y
limpio, de gentes que escriben por convicción y por principio, que no temen
enfrentar enemigos poderosísimos y jugarse la vida si es preciso, que preparan
cada número con talento y con amor y el sentimiento de estar suministrando a
sus lectores no sólo una información fidedigna, también y sobre todo la
esperanza de que, por más que muchas cosas anden mal, hay alguna que anda bien,
pues existe un órgano de expresión que no se deja comprar ni intimidar, y
trata, en todo lo que publica e investiga, de deslindar la verdad entre las
sombras y veladuras que la ocultan.
Si uno toma distancia de la historia que
cuentan estas tres novelas y la examina fríamente, se pregunta: ¿cómo he podido
creer de manera tan sumisa y beata en tantos hechos inverosímiles, esas
coincidencias cinematográficas, esas proezas físicas tan improbables? La
verosimilitud está lograda porque el instinto de Stieg Larsson resultaba
infalible en adobar cada episodio de detalles realistas, direcciones, lugares,
paisajes, que domicilian al lector en una realidad perfectamente reconocible y
cotidiana, de manera que toda esa escenografía lastrara de realidad y de verismo
el suceso notable, la hazaña prodigiosa. Y porque, desde el comienzo de la
novela, hay unas reglas de juego en lo que concierne a la acción que siempre se
respetan: en el mundo deMillennium lo extraordinario es lo ordinario, lo
inusual lo usual y lo imposible lo posible.
Como todas las grandes historias de
justicieros que pueblan la literatura, esta trilogía nos conforta secretamente
haciéndonos pensar que tal vez no todo esté perdido en este mundo imperfecto y
mentiroso que nos tocó, porque, acaso, allá, entre la "muchedumbre
municipal y espesa", haya todavía algunos quijotes modernos, que,
inconspicuos o disfrazados de fantoches, otean su entorno con ojos inquisitivos
y el alma en un puño, en pos de víctimas a las que vengar, daños que reparar y
malvados que castigar. ¡Bienvenida a la inmortalidad de la ficción, Lisbeth
Salander!
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