febrero 05, 2012

El día del golpe

Manuel Malaver

(@MMalaverM en Twitter)

CARACAS (infoCIUDADANO)

05/Febrero/2012



Como primicia ofrezco a los lectores de Infociudadano, el segundo capítulo de mi libro “El 4 de Febrero del 92: Golpistas sin Gloria” que se bautizará el próximo martes 7 a las 7:PM, en la sede del diario EL Nacional, en la Avenida Principal de Los Cortijos de Lourdes.


Como “el día del golpe”, ha pasado a conocerse en el habla coloquial venezolana de los últimos 20 años, el 4 de febrero de 1992.


Y no porque antes no los hubiera de a cientos, de a montones, y después no asomaran sus rostros torvos y tenebrosos, sino, porque ninguno como el de aquel día seminal para generar una secuencias de acontecimientos que desde entonces le han dejado al país poco espacio para pensar, construir y soñar.


Quiero decir que han sido tiempos de odios, de ahogos, de resentimientos, venganzas, ajustes de cuentas, como quizá solo se habían conocido en 1814 durante la guerra de independencia de España, y los cinco años que cuatro décadas más tarde jalonaron la devastación de otro tsunami que se llamó la “Guerra Federal” (1859-64).


Lo extraño, lo paradójico, lo irónico, es que el “4 de Febrero de 1992”, fue el día de un golpe fracasado, de uno que fue deshilachado en cuestión horas, no dejó hechos, ni héroes de guerra memorables, tampoco choques entre multitudes en pro y contra que arrancarán baldosas de las calles y marcarán vidrios rotos en las ventanas, y mucho menos operaciones con aviones sobrevolando la ciudad, o tanques tratando de contener insurgentes que se prestaran al lucimiento de fotógrafos, camarógrafos y redactares en los medios del día siguiente.


Hubo sí, 180 venezolanos (que se conozca) que perdieron la vida, pero que el clima de retroceso democrático que siguió al golpe, ha escondido como bajo la alfombra.


Ah, pero también hubo dos discursos: uno de apenas 5 minutos pronunciado ante las cámaras de televisión en el momento de rendirse, por el jefe de la intentona, el teniente coronel, Hugo Chávez Frías; y otro, media hora más largo, del senador vitalicio, Rafael Caldera, en la sesión del Congreso Nacional que se convocó para considerar los sucesos del día entrada ya la tarde.


Decir ahora que todo el actuario e imaginario que se construyó sobre y para la política nacional en los próximos 20 años, tuvo su origen en estas dos batallas de palabras, no es en absoluto un gesto intelectual para explicar lo inexplicable, o quizá una distracción para apartar los ojos del punto donde debía buscarse la explicación, sino más bien centrarse en la pista de cómo la estructura política, económica, social y cultural del país había cambiado y se movía en la dirección de encontrar algo o alguien que le procurara otras vías para extraviarse por otros laberintos.


Sorpresivamente de sabor caudillesco, autoritario, militar, mágico y rendencionista, como si se tratara de una sociedad sometida por décadas a la férula de dictadores o déspotas, o a una pobreza y atraso crónicos, y viera ahora la oportunidad, no solo de sacudirse el yugo, sino de pasarle factura a sus opresores.


Por el contrario, Venezuela había vivido, a diferencia del resto de los países latinoamericanos, los últimos 70 años empinado en una relativa prosperidad, y los últimos 30, en una democracia de partidos que se había esforzado por hacer eficaz el estado de derecho, la independencia de los poderes y la alternabilidad republicana, si bien desde comienzos de los 80 el modelo empezó a pedir reformas urgentes e inaplazables.


Pero ¿quiénes eran ese teniente coronel, Chávez, y ese senador vitalicio, Caldera, que terminaron siendo los héroes de un golpe sin héroes, y los ganadores en un fiasco donde la traición, la trapacería y la doblez jugaron hacía todos las rayas, arcos, centros y posiciones?


Del primero, se sabía poco o nada, pues había hecho su carrera sin niveles que lo distinguieran, nunca figuró en la lista de “primero” de sus promociones, ni había alzado la voz para protestar por situaciones humanas, éticas o sociales que lo inquietaran en las Fuerzas Armadas, o en el Ejército, la fuerza que escogió para hacerse profesional.


Parece increíble, pero ni un incidente, ni un discurso, ni un acto de guerra o de paz que insinuara: ¡Cuidado, por ahí está un oficial Chávez que no hay que perder de vista, porque algún día nos sorprenderá con algo noticioso, sea del lado del Bien, o del Mal!


En otras palabras, que un conformista y mediocre oficial, otro más del montón, y al cual se le anticipaba un retiro en mitad de su carrera, o cuando cumplidos los 30 años de servicio, y con el grado de general, se distrajera cuidando sus nietos, o una pequeña propiedad con vacas y caballos en su Barinas natal.


Se decía sí, se hablaba de que Chávez era un excelente recitador de poemas populares (los maravillosos romances que en el llano cuentan de hechos históricos o naderías cotidianas), en tribunas o tarantines donde se repartían medallas o diplomas, o celebraban algún acontecimiento patrio.


Y también de que había optado por la carrera militar, no por vocación, sino porque aspiraba a ocupar una posición en el equipo de beisbol del Ejército, deporte en el que descollaba y soñaba lo lanzaría un día a la gloria, pero no de la guerra, los golpes y las revoluciones, sino del montículo o del jardín central.


Pero más a la sordina podía oírse que era un nacionalista furioso, defensor de las glorias políticas y militares de la guerra que nos emancipó de España, y muy en especial de su héroe máximo, el Libertador, Simón Bolívar.


En cuanto a la historia del Senador Vitalicio, Rafael Caldera, se sabía todo, o casi todo, pues había fundado al partido Social Cristiano, COPEI, cuando apenas contaba 30 años de edad el 13 de enero de 1946, fue Procurador General de la República en el trienio que encabeza Rómulo Betancourt después del golpe de Estado del 18 de octubre del 45, se mantiene en el país durante los 10 años de la dictadura del general, Marcos Pérez Jiménez, haciendo un oposición discreta y luego, caída la dictadura el 23 de enero de 1958, pasa a formar parte de la coalición de tres partidos (AD, URD, COPEI) que asume la responsabilidad de refundar la democracia.


Rómulo Betancourt, que resulta electo presidente en los comicios del 7 diciembre del 58, lo mantiene como socio principal y único cuando, Jóvito Villalba y su partido, URD, abandonan la coalición o Pacto de Punto Fijo en 1961, y nace el bipartidismo o la partidocracia, sistema coaligado de Acción Democrática y COPEI, con Caldera electo presidente para el período 1969-73, otro dirigente de COPEI, Luís Herrera Campins para el de 1978-84, y los adecos Raúl Leoni de 1963-1969, Carlos Andrés Pérez de 1973 a 1978, Jaime Lusinchi de 1984 al 88, y Pérez de nuevo para el período 1989-93.


Entonces no había reelección sino después que los presidentes electos estuvieran 10 años fuera del ejercicio del poder, y fue notable que ya en 1983 Caldera estuviera aspirando de nuevo a la presidencia, y más notable aún que, en 1987, le disputara en unas primarias que perdió con Eduardo Fernández el derecho de representar a COPEI en las presidenciales de 1988, y más todavía que en el 91 se negara a admitir que Oswaldo Álvarez Paz debía ser el candidato de COPEI a las elecciones que se celebrarían en 1993, porque él, y solo él, debía ser el candidato del partido.


Y en esa pretensión va con todo, se busca aliados en la izquierda, divide a COPEI y funda un nuevo partido que lo postulara a la presidencia.


De modo que, los dos hombres que se las juegan todas en las “dos batallas verbales” que cambiarían el curso normal de la historia venezolana “el día del golpe”, eran dos caudillos hambrientos de poder, uno de 76 años, otro de 38, uno formado en las luchas cívicas por crear la democracia, otro en los conciliábulos y conspiraciones que se fraguaban en los cuarteles para destruirla”.


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ILUSTRACIÓN: Composición de Lúdico para infoCIUDADANO.

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