marzo 15, 2010

Un inmerecido adiós a quien no quisiera dar despedida

Creo que ya me lo he pensado lo suficiente como para poder escribir estas líneas. Ocurrió el viernes en la noche y hoy es ya lunes en la mañana y aun no me acostumbro a la idea. Han sido 11 años, yo soy de los que dice que fueron más, de una de las más maravillosas compañías que han podido tener una persona.
Si me preguntan, no sé como caminar por la casa sin sentir su presencia omnipresente. No sé cómo sentarme en el mueble de la sala sin no verlo acostado donde siempre. No sé cómo llegar a la casa y que no salga a saludar. No sé cómo acostumbrarme a no escuchar sus gruñidos al quererlo y acariciarlo. Sencillamente no sé cómo entender que no está.
Si, estaba consciente que esto iba a pasar de un momento a otro. Pero nunca me lo imaginé. Me dirán, quien carajo se imagina estas cosas, pues solo yo que digo y me lleno la boca diciendo que lo he visto casi todo, pudiera pensar en cómo pueden ocurrir las cosas. Pero… no tuve tiempo. Al final estaba allí. Metido en su cajita. Y aunque tuve la oportunidad de verlo por última vez, no me atreví. De hecho, agradecí enormemente que no lo sacaran de la caja, cuando lo llevamos a aquel lugar donde finalmente quedaría el compañero más fiel que ha pasado por esta casa.
Quisiera pensar en esa frase que dicen que los perros van al cielo. Pero no estoy tan seguro de ser el ser tan iluso e incrédulo. Solo sé que todo lo que he visto en mi vida no me va a dar garantía de que el mundo tiene cosas buenas a la primera. Pero no puedo negar que la frase es una brisita en un día de tanto calor.
Era un sinvergüenza, malhumorado, demasiado pequeño para creerlo y demasiado mayor para entenderlo. Era un terrible afirmador de imagen masculina, porque era necesario llevarlo cargado por lo chiquito, y que finalmente, todo el mundo pensaba que era hembra. Pero no, era un sujeto de carácter, que gruñía cuando le hacían cariño, de mordida peligrosa, en especial con veterinarios y peluqueros, y de comer exquisito, especialmente por el paté de hígado.
Se murió mi perro. Lo extraño horrendamente. Aunque está Oreo, hace falta Caramelo. Se murió mi perro, que tanta vaina pasamos juntos. No se quejo nunca ni tuvo miedo. No le mascaba a perro grande ni le intimidaron las cachorras de tamaño, a todas quería conquistar, especialmente a las cokers rubias de buen semblante y cuartos traseros de campeonato.
Digamos que Caramelo dejo pasar la vida en la lejanía, esperando que algo pasara, pero mentiría. Era un campeón, un aventurero que nunca dudo en viajar, en ver, en probar. Sencillamente, era de la familia.
Cómo te extraño perro, cómo me haces falta. La casa se siente vacía sin ti. Y eso que somos un gentío.

1 comentario:

El Ucabista dijo...

Buen pana el Caramelo! lo mejor de esa casa, sin duda! Un abrazo a todos. GP